1 de noviembre de 2008

Barcarola


SI solamente me tocaras el corazón,
si solamente pusieras tu boca en mi corazón,
tu fina boca, tus dientes,
si pusieras tu lengua como una flecha roja
allí donde mi corazón polvoriento golpea,
si soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando,
sonaría con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con sueño,
como aguas vacilantes,
como el otoño en hojas,
como sangre,
con un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,
sonando como sueños o ramas o lluvias,
o bocinas de puerto triste,
si tú soplaras en mi corazón cerca del mar,
como un fantasma blanco,
al borde de la espuma,
en mitad del viento,
como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.
Como ausencia extendida, como campana súbita,
el mar reparte el sonido del corazón,
lloviendo, atardeciendo, en una costa sola:
la noche cae sin duda,
y su lúgubre azul de estandarte en naufragio
se puebla de planetas de plata enronquecida.
Y suena el corazón como un caracol agrio,
llama, oh mar, oh lamento, oh derretido espanto
esparcido en desgracias y olas desvencijadas:
de lo sonoro el mar acusa
sus sombras recostadas, sus amapolas verdes.
Si existieras de pronto, en una costa lúgubre,
rodeada por el día muerto,
frente a una nueva noche,
llena de olas,
y soplaras en mi corazón de miedo frío,
soplaras en la sangre sola de mi corazón,
soplaras en su movimiento de paloma con llamas,
sonarían sus negras sílabas de sangre,
crecerían sus incesantes aguas rojas,
y sonaría, sonaría a sombras,
sonaría como la muerte,
llamaría como un tubo lleno de viento o llanto,
o una botella echando espanto a borbotones.
Así es, y los relámpagos cubrirían tus trenzas
y la lluvia entraría por tus ojos abiertos
a preparar el llanto que sordamente encierras,
y las alas negras del mar girarían en torno
de ti, con grandes garras, y graznidos, y vuelos.
Quieres ser el fantasma que sople, solitario,
cerca del mar su estéril, triste instrumento?
Si solamente llamaras,
su prolongado son, su maléfico pito,
su orden de olas heridas,
alguien vendría acaso,
alguien vendría,
desde las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien vendría, alguien vendría.
Alguien vendría, sopla con furia,
que suene como sirena de barco roto,
como lamento,
como un relincho en medio de la espuma y la sangre,
como un agua feroz mordiéndose y sonando.
En la estación marina
su caracol de sombra circula como un grito,
los pájaros del mar lo desestiman y huyen,
sus listas de sonido, sus lúgubres barrotes
se levantan a orillas del océano solo.

Pablo Neruda

1904-1973



24 de septiembre de 2008

un generador de sueños

La Calle Victoria

La vieja, o tal vez habría que decir la anciana, tenía un aspecto digno y algo mamarracho, sombrerito tipo budinera, florcitas en el sombrero, y voz de abuela a quien se le perdió el tejido. Con esa voz le preguntó a Villari por la calle Victoria. En realidad, dice que pensó Villari, no era una vieja ni mucho menos una anciana; era una viejita.

-Perdón -dijo ausente Villari-. La calle qué.

Desde que había salido de su departamento del Once, Villari andaba distraído, aunque ésa tampoco era la palabra; lo que tenía esa noche era un humor de perros. Era carnaval. Había en Buenos Aires una de esas neblinas nocturnas que parecen estar hechas de espuma de jabón y monóxido de carbono. Un rato antes había estado mirando en la plaza el mausoleo horrendo de Rivadavia y había sentido que Buenos Aires es una ciudad imposible. Me describió a unas lamentables mascaritas que se arrastraban por la recova. Me dijo que pensó en Ezequiel Martínez Estrada. Villari no tenía ningún pudor en confesar que miraba la realidad a través de sus lecturas. Cómo puede ser, me dijo, cómo puede ser que el Viejo haya escrito esa estupidez espantosa sobre el mausoleo. Yo reconocí que ignoraba ese texto erróneo y me resigné a que me lo recitara; demasiadas veces había comprobado que la memoria de Villari es prodigiosa y textual.

La conversación derivó entonces hacia cauces más normales, lo que también es una manera de decir, ya que difícilmente se le puede llamar normal a lo que vino después.

-Victoria -repitió la abuela-. La calle Victoria.

-Como sabrás -me dijo Villari-, la calle Victoria no existe. Se llamaba Victoria, o de la Victoria, creo que a causa de las Invasiones Inglesas. Hoy se llama Hipólito Yrigoyen. Debe hacer cien años que se llama así.Yo le dije que en efecto lo sabía, pero no le aclaré que su idea del pasado remoto no coincide con mi experiencia.

Villari me tutea pero tiene veinticinco años menos que yo. Yo nací en la década del treinta. Guardo un vago recuerdo de que, en mi infancia, había un cinematógrafo al que me llevaba mi tía, y que ese lugar inolvidable y casi sagrado quedaba precisamente en una calle arbolada que todavía se llamaba Victoria. No sería nada raro que en esa salita yo haya visto Ciudad de conquista o Gunga-Din. Claro que la generación de Villari es muy posterior a estas perfecciones de la melancolía. Ellos nacieron con el tecnicolor y la pantalla panorámica, y cuando terminaron de crecer ya ni siquiera quedaban salas de cine en los barrios de Buenos Aires. Cuando tengan mi edad apenas si va a existir lo que yo llamo Buenos Aires.

-Y cuál era el problema, Villari -le pregunté-. Probablemente la viejita era centenaria y un poco arteriosclerótica. Los viejos recuerdan el pasado pero suelen olvidar si comieron hace diez minutos. O a lo mejor era una disfrazada y te estaba tomando el pelo. -No era ninguna disfrazada -dijo con repentina seriedad Villari-. Tampoco me estaba tomando el pelo.

En resumen, que Villari tenía una historia para mí. Me gustan mucho las historias de este muchacho. Nunca pasa nada en ellas pero las cuenta con detalles realistas y sus acotaciones son bastante buenas. Ha leído en inglés a los escritores norteamericanos y trabaja en un diario. Eso fomenta, me parece a mí, su tendencia a suponer que cualquier cosa es interesante por el mero hecho de que haya sucedido.

De modo que lo invité a tomar un café en Las Violetas y le dije que me contara.

La historia no era una típica historia de Villari, y esto, creo, era lo que lo desconcertaba a él mismo mientras la refería. Era una historia rara, imprecisa, que abundaba en vaguedades y rodeos. Volvió a insistir con las máscaras, con la neblina. Tenía, me dijo y se corrigió, había tenido durante toda la noche, desde el instante mismo en que salió de su departamento, la sensación de estar en otra parte. Por supuesto, sí, ahí se veían los quioscos del Once, las putas de quince años con sus cafishios de veinte -Villari no tiene una idea piadosa de la realidad, debo escribirlo-, ahí estaban los salones bailables de la recova, con sus chaqueños y sus coreanos y sus paraguayos, pero era como si estuvieran allí por compromiso, y eran muchos menos que de costumbre, se veían borrosos a causa de la neblina, como superpuestos a las mascaritas. El carnaval en Buenos Aires es una cosa horrible, de acuerdo, pero un carnaval con dominós, en la década del noventa, es para desorientar a cualquiera.

-¿Dominós?

-Y colombinas -dijo Villari-. Dominós y colombinas y hasta pierrots.

Ellos habían caminado una cuadra por Rivadavia, hasta Alberti, y doblaron hacia la derecha. En la esquina de Hipólito Yrigoyen Villari le dijo a la abuela que ahí tenía su calle. Ella lo miró con desconfianza, o tal vez con un vago temor, y le dijo que no le parecía que ésa fuera la calle Victoria. Él iba a contestarle que en realidad no lo era, que en realidad esa calle se llamaba Yrigoyen, pero, según me confesó, sintió dos cosas. Un poco de lástima y, al mismo tiempo, algo que se parecía bastante al desconcierto de la vieja. Le preguntó a qué altura iba y ella se lo dijo. Eso era dos o tres cuadras hacia el Sur, me informó Villari, y yo me sorprendí de la referencia astronómica. El Sur. Villari no había dicho dos o tres cuadras hacia Congreso o hacia el centro, sino hacia el Sur, como si las palabras de su narración fueran derivando hacia el anacronismo, hacia un Buenos Aires más antiguo, que era precisamente lo que él había sentido mientras caminaron esas dos o tres cuadras, aunque la palabra sentir, decía Villari, incapaz de sobreponerse a las precisiones literarias, fuera un poco excesiva. Porque no se trataba siquiera de un sentimiento, era una sensación, como la de estar deslizándose por la noche hacia un lugar querible y remoto, pero no remoto en el espacio, no lejano de se modo, y me miró.

-Como en los sueños -dije yo.

-No seas trivial -dijo Villari-. Los sueños no tienen nada que hacer acá. Tu generación sueña. Ustedes se pasaron la vida soñando, y así les fue, en la vida y en los libros. Yo no sueño nunca. Eso no era un sueño. La viejita estaba ahí, a mi lado, de carne y hueso, con su sombrerito florido. Me llevaba del brazo y hablaba no recuerdo de qué, pero sé que me hablaba y que parecía irse poniendo contenta a medida que nos acercábamos a la casa de los balcones.

-La casa tenía balcones -dije yo.

-Tres balcones. Tres balcones en el primer piso.

-Una casa de altos -dije yo-

Exacto -dijo Villari.

-Una casa de altos con tres balcones que daban sobre la calle Victoria -dije yo.

Villari no pareció notar mi ironía. Dijo que sí, como si no advirtiera que la expresión casa de altos era una antigüedad, un giro que él, a sus años, ni siquiera habría debido comprender del todo; como si no advirtiera que yo acababa de instalar definitivamente, en su historia, una calle empedrada y arbolada, calle en la que Villari pudo ver brillar esa noche, de no ser por la niebla, los rieles de tranvías que han dejado de traquetear por Buenos Aires desde antes que él naciera. Lo alenté a hablar mientras pensaba que el muchacho no tenía un idea muy clara de lo que verdaderamente me estaba contando. Imaginé, por mi cuenta, los sonidos lejanos de unas matracas, las risas y la bulla apagada de un corso, y creo que me distraje demasiado en unas vagas especulaciones sobre el romanticismo incurable de estos chicos, tan realistas, a la hora de extraviarse en ciertos atajos del tiempo y caer en el desacreditado mundo de los milagros. Cuando regresé de mí mismo, Villari ya estaba en uno de los balcones conversando con un chica disfrazada de dama antigua que no podía tener más de veinte años. Detrás de ellos había un gran salón donde señoras mayores y caballeros de mostacho hablaban, supongo, del asesinato de Wilkes o del suicido de Lisandro de la Torre. Esto, naturalmente, no me lo contó Villari, esto es un aporte personal. Para Villari aquello era una anómala fiesta de disfraz, en una noche anómala, en una casa de Buenos Aires donde había una chica de ojos verdes peinada con bandós, una chica que parecía ocuparlo todo.

-No es que fuera hermosa -me dijo con vehemencia Villari-. Era mucho más que eso.

-Creo que te entiendo -le dije-. Era algo así como la mujer que anduviste buscando siempre. Suele pasar unas diez o doce veces en la vida.

-Te habrá pasado a vos, que tenés como cien años y sos un cínico. Pero a mí es la primera vez que me pasó. Y querés que te diga una cosa, sé que fue también la última. Esa chica era mi chica.

-Por favor, Villari, no me arruines la historia. Hablá en argentino. Parecés una mala traducción de una canción norteamericana.

-Qué querés que diga, que esa mujer me estaba destinada, que la vi y sentí que la conocía desde antes de mi nacimiento, que nadie puede entender la locura esa del andrógino de Platón hasta que se encuentra frente a su propia mitad en un balcón de la calle Hipólito Yrigoyen...

-Mejor no. Contalo como quieras. Pero te recuerdo que la calle se llamaba Victoria. En tu historia la calle Hipólito Yrigoyen no existe.

-Ya sé que no existe, o te pensás que soy tan idiota. Por supuesto que ahora lo sé, pero en ese momento no lo sabía. Y vos que sos tan inteligente tampoco lo hubieras sabido. Yo estaba con ella en ese balcón como estoy con vos en esta mesa, su mano era más real que esta mesa de mierda.

-Muy linda comparación, Villari.

-Es que vos me irritás. Vos no crees una sola palabra de lo que yo te digo.

-No seas infantil. Me estás contando este disparate precisamente porque sabés que soy el único adulto en Buenos Aires que puede creer una cosa así, y tan mal contada. Describime todo.

-¿Qué?

-Que me describas todo.

-Todo qué.

-Todo lo que viste, todo lo que pasó. Describime los trajes, lo que veías allá abajo en la calle. Cómo llegaste a ese balcón con tu dama antigua, si tenía un lunar pintando en la mejilla, dónde quedó la viejita. Todo.Le dije estas cosas porque Villari me estaba contando su historia muy mal, sin sus acostumbrados detalles y sin acotaciones sorpresivas, rasgos que le daban a sus anécdotas una vivacidad que ésta, con ser bastante buena, no tenía. Villari, sin compasión, ya me había revelado casi todo lo que debió dejar para el final. Pero él parecía preocupado por otra cosa.

-Tenía un lunar -dijo Villari-. Cómo sabés.

-No te asustes -le dije-. Por desgracia, yo no vi nunca a tu chica. Lo que quería averiguar es si estaba disfrazada de Dama Antigua o de Madame Pompadour.

-Vos sos medio loco -dijo Villari-. Cómo llegué a ese balcón ya te lo conté. Subimos la escalera con la abuela y yo estaba en un salón.

-O sea que la abuela te invitó a subir.

-Por supuesto. Cuando entramos en el recibo me miró por primera vez a plena luz y pareció asombrada. Dijo que yo le recordaba a alguien, entonces fue cuando me invitó a subir. Lo raro es que yo acepté. Era como si me mandara una fuerza desconocida. Claro que todavía no me daba cuenta de lo que pasaba.

-Y qué era lo que pasaba.

-No me tomes examen -dijo Villari-. En ese momento no me daba cuenta pero ahora lo sé perfectamente. -Hizo un pausa; lo que iba a agregar de inmediato lo hacía sentir avergonzado e incómodo.

-De acuerdo -dijo con una mirada que solo puedo describir como desafiante. De acuerdo. Yo estaba en otra parte, en otro tiempo. Me había deslizado como por una grieta a un Buenos Aires de cincuenta o sesenta años atrás. Como en los dos Buenos Aires era carnaval, yo no podía notarlo. Ella estaba disfrazada, me refiero a la chica. Tal vez iba a una fiesta o ese mismo salón era la fiesta, porque allá en el fondo me pareció ver una especie de mosquetero y una gorda con alitas. Ella estaba disfrazada pero las señoras mayores y los bigotudos, no. Ellos sencillamente vestían así. Nadie se preocupó por mí cuando entré. Seguramente pensaron, si es que yo existía para ellos, que yo también estaba disfrazado.

-No te quepa la menor duda, Villari. Yo vivo con vos en la misma secuencia del tiempo y también suelo pensarlo, no te enojes.

Villari no se enojó. Creo que ni siquiera me había oído. Se había dejado ganar otra vez por la historia y continuó hablando de la chica, de sus ojos, de su pelo peinado en bandós.

No seguí escuchando con atención porque era innecesario. Mal contada o no, lo cierto es que la historia ya estaba contada. Mientras me hablaba, Villari pronunció la palabra burbuja o esfera, y quería decir que el tiempo que pasó con su dama antigua en ese balcón había sucedido como dentro de una burbuja que los apartaba de los demás, un no-lugar donde el tiempo (la vida, dijo Villari) transcurría en otra dirección y donde, de alguna manera, todo estaba permitido. Su cuerpo inició el movimiento de acercarse a ella, o fue el cuerpo de ella el que lo inició. El caso es que se besaron, de un modo, a juzgar por las palabras de Villari, en el que participaban en igual medida el asombro y la desesperación.

-Todo esto al minuto de haberse conocido -dije yo por decir algo-. Todo esto a la vista y paciencia de los habitantes de la casa.

-La palabra minuto, en esa casa, no significaba nada -dijo Villari-. Y los demás estaban... -

Fuera de la burbuja.

-Exacto -dijo Villari-. Pero los de la calle no.

Le pregunté qué quería decir con eso y él, como si sólo ahora lo recordaba, o tal vez ya estaba haciendo literatura, dijo que hubo un momento, durante el beso, en que un grupo de mascaritas o una murga los aplaudió desde la vereda.

-Lo que rompió bruscamente el encanto -dije yo.

-Qué va a romper el encanto -dijo Villari-. Pobre de vos. ¿Te aplaudieron alguna vez mientras besabas a un chica?

Confesé que no. En mi juventud la gente elegía lugares más clandestinos para demostrar sus sentimientos. Zaguanes, plazas nocturnas, portones. También, de ser posible, elegía chicas reales. Esto último lo dije mientras llamaba al mozo, esperando las palabras y la reacción violenta de Villari. Sólo adiviné las palabras:

-Ella era real -dijo a media voz-. Ella era lo único real que me sucedió en mi vida.

-¿Y después?

-Después nada. Después fue como una película que se corta. Una película mal empalmada. Yo estaba otra vez al pie de la escalera y salí a la calle. Doblé por Pichincha hacia Rivadavia. No hace falta que me lo preguntes: no había colombinas ni pierrots. Casi ni había carnaval. Buenos Aires era la misma porquería de siempre.

Llegó el mozo y pagué.

Cuando salíamos de Las Violetas le pregunté a Villari como al pasar si, mientras él estuvo en ese balcón, había vuelto a ver a la abuela en algún lugar de la casa. Villari no dio muestras de entender mi pregunta. No se daba cuenta de que la viejita y la chica del balcón no pudieron estar juntas en ningún momento. Casi le digo que él no se había encontrado con su chica una sola vez en la vida, sino dos veces, y las dos veces en la misma noche. Que ella y la viejita eran, por decirlo así, la misma dama antigua y, lo que es peor, que acaso su dama antigua todavía andaba por Buenos Aires, vaya a saber dónde pero en el mismo Buenos Aires de Villari, sólo que octogenaria y ataviada con un sombrerito tipo budinera. Qué sé yo si la vi, dijo finalmente Villari, y agregó si a mi me parecía que, en ese balcón, él estaba en condiciones de pensar en viejitas.

Miró el reloj, me dio la mano y casi gritó que se le hacía tarde para el cierre del diario. Corrió detrás de un taxi y cuando abría la puerta del automóvil volvió la cabeza. Me preguntó por qué le había preguntado eso. Yo le contesté que por nada en especial, qué iba a decirle.

Abelardo Castillo

San Pedro,Buenos Aires

27 de Marzo de 1935

3 de septiembre de 2008

La desbordada



Hanni Ossott
Caracas - Venezuela
14 de febrero de 1946
31 de diciembre de 2002
Del país de la pena


" Quién soy?. .. "¿La luz que ilumina esta verja, esta tierra?"

¿Soy los árboles y las plantas? ¿Acaso el mar?

Soy colinas, riberas, agua bañada de luz

Soy un cuerpo cansado de tanta errancia

un cuerpo y un alma cansados del miedo

Soy el temor.

Desde lo profundo y oscuro escucho y tiemblo

Oigo lo profundo, lo oscuro, lo difícil

las contradicciones, todos los polos opuestos

las negruras, las blancuras, los intercambios

como si lo blanco reuniera a lo negro

como si lo negro reuniera a lo blanco.


¿Quién soy?

Primero una pena, luego el soportar.


Veo barcos, barcos múltiples que tocan mi orilla

Veo una casa destrozada por el dolor, demasiado cercana.

Los barcos relucen en la noche

veo sus banderas

ellos son el arribo, la llegada

mas no la cura de la más antigua herida.

Veo barcos enfermos, antiguos, dolientes

y adentro muletas, invalidez, desazón.


¿Quién soy?


El sol me quema, incendia mi piel, ilumina mis ojos

Me vuelvo ardiente, soy ardiente respondo con amor a la canícula.

Yo te he buscado para saber quién soy, y yo no

sé quién soy


La hojarasca me ha arrastrado

Quizás para salvarme

Mi cuerpo está cubierto por una alfombra vegetal

la pelusa de las hojas me acaricia

me he hundido en lo verde

duermo, duermo, duermo

para que todo pase, para que todo termine de pasar.


Soy ahora el pájaro que enterré en el jardín

duermo bajo la tierra para que todo pase

quiero obviar el dolor y el horror. Olvido, olvido. . .

Pienso, ya no es tiempo de la resaca

cada ola me dicta una continuidad

nos la dicta

mi continuidad es una estación sutil, imperceptible

a los apresurados.


Tú llegaste del país de la pena. ¿Adónde, adónde?


El mar se abre en mí, vasto para lavarme,

regarme

poco a poco voy hacia él con respeto.


Y lejos veo los barcos

barcos cargados de llanto, de indignación contenida

barcos magdalenas.


"¿Escribiste el poema, lo lograste hacer bien? Te pregunto."

¿Quién soy? Te fui a buscar

Pero fue en Venecia donde te vi

Allí estaban tus cosas manteles, bisutería, un granate, topacios

Venecia: reposo para la melancolía.

Padezco

¿Quién soy yo?

Quiero ir a la playa, quiero ver el mar

quiero ver la tierra estremecida por el amor del mar

adoraré la belleza, los esplendores

La ciudad me obliga a trabajar

y yo mientras tanto suspiro

suspiro.

Después de tanto dolor creo que las cosas se acomodarán

un remiendo por aquí, otro por allá

estoy extenuada

tres años y medio de edad son suficientes

para entenderlo todo

vida, muerte, abandonos, distancias.


No soy hija de la guerra, suspiro...

soy nieta


Este pasado me lo voy a tomar lentamente, con demoras

(mi marido es humorista y ríe, ríe de mí y tiene razón)

También mi padre decía: "Hay que reírse"

pero no pudo reír, de tanta pena.


¿Quién soy? Creo que soy una trinitaria encendida

una trinitaria fucsia

colgando sobre el muro.

He colocado mi florecer sobre el muro

para que sea más hermoso

para que se suavice

quizás quiero ocultar u olvidarme

de esa piedra tan áspera. El muro.

El muro de Berlín.


No quiero el horror sino la tolerancia

la casa, amigos, libros,

el granate de amor, los hermanos.


Quiero que en mí se resuelva el mar, la hojarasca.


¿Dónde estás? ¿Dime, quién soy yo?


Los árboles están silentes, no hay grillos

sólo lo metálico suena

máquinas y dinero se dejan sentir

oigo carros y al fondo una huelga

¡nada pasa aquí!

pero las luces están encendidas

y el corazón arde.

Soy testigo de esto. Y de lo otro

Soy testigo.


No importa. Allí está la flor del apamate

Tú dijiste que era la flor del apamate.

He visto la flor del cerezo

era bellísima.


Doctor, era bellísima. Ah, tanto agobio, a veces carezco de fuerzas.


Todo lo que tenemos que cuidar: nosotros, la tierra, el alma

supongamos que la poesía también

y los niños, el niño en nosotros

la cocina, la lucidez en la cocina

la lista es demasiado larga

y es demasiado para nosotras

¿podrán los hombres ayudarnos?

¿oírnos?

demasiado peso; sí, demasiado peso demasiado

agobio.


Venecia, Venezuela

Suspiro, tiemblo, ardo

Mi marido trabaja y es de noche. Las gatas chillan.

Oigo el mar, la caracola me informa

No todo es resolución, pero algo debe resolverse

algo así como una paga

¿pero qué?, no sé...


¿Qué soy? Escucho algo en mí, una voz, quizás

algo que quiere salir

algo claro

que ahora no entiendo, que rumorea.


¿Soy de la Edad Media?

atrás están mis muertos

atrás y cerca

ellos, los dolientes

los que no entendieron el absurdo

su propio absurdo

los que no pudieron verse aún

ellos, los adolescentes

los que padecían, adolecían.


Una vez dije: El mar en mí no deja dormir

Ahora lo sé,

sé qué significa la vigilia

estoy atenta

llevo algas apegadas a mi cuerpo.


¿Quién soy? ¿Una ruta? ¿Un camino?

¿Una carretera entre ciudad y ciudad?

¿Seré un intermedio, un lapso?

No la conciliación, no. Sino algo más

Veamos, debo clarificarme, o quizás no.


Veo una línea de palmas, una neblina

Allí hay dos y tres

un hombre, una mujer

dos hombres lejos,

niños


Sé lo que ello significa

arenisca, polvo visto entre la luz

puntos que atajo


Mi corazón arde, latido a latido

no hay fragua

estoy en calma.


La casa está aquí, aquí los fuegos y las aguas

aquí el lar

Pero tú, tú sufriste tanto, para todo esto


Ah... mi pasión. Ah... mis perdones

Claridad, luz divina, ven a mí.


El sol arde y quema, se consagra frente a mi otoño

El sol me habla, contra el otoño, contra la ruina

pero también soy el otoño.


Ah fruta veloz pronta a la tristeza

todo lo bello en ti, pelusa de durazno

se regala para ser higo

como si fuese un intercambio

entre lo difícil y lo fresco.


Mi ámbito, ¡cuánta claridad!

Oh tierra, cuánto debo hacer para comprenderte

cuán minuciosa debo ser.

Ahora vivo en el detalle, en fragmentos, en trazos

sobre la línea de un rostro.


¿Quién soy?

No tengo cara, seguro, es seguro, no tengo cara

mis ojos vuelan más allá

mis pómulos son contundentes

mi cabello revolotea o se hace dócil

la luz lo abrillanta, lo achica

fuegos en mí arden


Y ahora quiero algo parecido a la paz

algo así como lo regular

tiemblo encendida de tanta pasión

(Mi marido está durmiendo..., al fin; así no me oye

mi marido sabe cuando pienso, cuando siento,

la resonancia de mí le llega y es fuerte).


Estoy en mi cuarto, en mi "cuarto propio"

Allí está la ardilla alemana

las muñecas: la inglesa, la merideña

la venezolana, la italiana

allí está el pájaro primitivo

la talla

allí la foto del balcón hacia ningún lugar


Grecia, Alemania, Venezuela, Londres, Venecia, Egipto.

Los cuidos.

Es demasiado. Suficiente. Suficiente.

Carezco de fuerzas

He dejado el poema, la palabra

He hablado demasiado.


Ya casi no hay culpas

sólo la sombra desfalleciente de lo que somos

amparo

queremos amparo

los buques con sus luces

las banderas

los cañones, las balas, las invisibles balas

ya no entran en mí

oigo sólo la voz de los grillos

la voz de la tierra

la voz de la naturaleza

queda, casi mugiente

como una imploración

¿quién oye?

¿quién está allí?

¿quién habla?

Toco a

las puertas

No es el de adentro quien pregunta

Es el de afuera

el demolido

el cansado

el exhausto

Y mi voz se alarga, se extiende

¿Quién está allí?


El rayo de luz se ha acortado

debo dormir, es de noche

los ángeles nos cubrirán

como a una pareja de amor

en cuido

Mi alma sola late y veo los reflejos

hay allí un cuaderno, hay allí un lápiz

un molinillo de café

y está la firma de Steinberg, a quien no conozco


El grillo salta y salta -lleva la libertad en sí

Acciono, acciono y no comprendo

trato de comprender, lentamente

mi niñez y mi vejez lo impiden

tengo cuarenta años.


Dios, ¿qué significo. .. ¿quién soy?

Hay un alba, sí

y una medianoche

hay un cuerpo que ondula

hay mujeres con un pañuelo amarrado a la cabeza

y eso significa algo, un luto quizás

pañuelos negros para sujetar la desesperación

creo que todo tiene significado

sé de todo lo que significa


¿Quién soy? ¿Tengo yo un significado?

¿Soy una palabra, un viento, una planta?

Mi corazón arde. Lloro, ardo...

Ahí voy, como a la sombra de destinos

La pluma de mi pluma está ardiente

revoloteando, siguiendo la brisa


Mar, en ti confío para que des a los otros su límite

como a la playa

Estoy absorta ante ti, casi espantada

todos mis riesgos se retraen

Cuido. Cuido. Cuido. Habrá que ir con cuido.


¿Qué más? Las estrellas están allí. Silentes.

Y hay obra. Corazón.

Si todo esto ha sido malo... ¿entonces?

Entonces no habrá corrección.


¿Quién soy? ¿El milagro de un error?

La ventana se abre

La culpa se ventila

El sol irradia


En la costa yace un marinero

la mujer llora

desconsuelo, desconsuelo, desconsuelo


No hay punto final para esta guerra

esta guerra horrible

esta destrucción

mi alma ha sido partida en dos

piedad por mis ángeles

Santa Cruz


He llorado. La tierra me sublima. Los vegetales

La carne

El hombre me sublima

y estoy por él más allá de él

entre cacharros y suspiros

Por ello lavo la casa

Y este grito solitario... ¿qué será?

Suficiente.


Es la luz de la Luna lo que hoy me ilumina. "

12 de agosto de 2008

de El libro del fantasma

La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.
Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran di-versos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.


Espejos I

ALEJANDRO DOLINA
Baigorrita - Pdo.de Gral.Viamonte - Pcia. de Bs.As.
Argentina
20 de Mayo de (él no lo dice y yo no lo pregunto)