5 de marzo de 2009
1 de noviembre de 2008
Barcarola
SI solamente me tocaras el corazón,
si solamente pusieras tu boca en mi corazón,
tu fina boca, tus dientes,
si pusieras tu lengua como una flecha roja
allí donde mi corazón polvoriento golpea,
si soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando,
sonaría con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con sueño,
como aguas vacilantes,
como el otoño en hojas,
como sangre,
con un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,
sonando como sueños o ramas o lluvias,
o bocinas de puerto triste,
si tú soplaras en mi corazón cerca del mar,
como un fantasma blanco,
al borde de la espuma,
en mitad del viento,
como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.
Como ausencia extendida, como campana súbita,
el mar reparte el sonido del corazón,
lloviendo, atardeciendo, en una costa sola:
la noche cae sin duda,
y su lúgubre azul de estandarte en naufragio
se puebla de planetas de plata enronquecida.
Y suena el corazón como un caracol agrio,
Y suena el corazón como un caracol agrio,
llama, oh mar, oh lamento, oh derretido espanto
esparcido en desgracias y olas desvencijadas:
de lo sonoro el mar acusa
sus sombras recostadas, sus amapolas verdes.
Si existieras de pronto, en una costa lúgubre,
rodeada por el día muerto,
frente a una nueva noche,
llena de olas,
y soplaras en mi corazón de miedo frío,
soplaras en la sangre sola de mi corazón,
soplaras en su movimiento de paloma con llamas,
sonarían sus negras sílabas de sangre,
crecerían sus incesantes aguas rojas,
y sonaría, sonaría a sombras,
sonaría como la muerte,
llamaría como un tubo lleno de viento o llanto,
o una botella echando espanto a borbotones.
Así es, y los relámpagos cubrirían tus trenzas
y la lluvia entraría por tus ojos abiertos
a preparar el llanto que sordamente encierras,
y las alas negras del mar girarían en torno
de ti, con grandes garras, y graznidos, y vuelos.
Quieres ser el fantasma que sople, solitario,
cerca del mar su estéril, triste instrumento?
Si solamente llamaras,
su prolongado son, su maléfico pito,
su orden de olas heridas,
alguien vendría acaso,
alguien vendría,
desde las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien vendría, alguien vendría.
Alguien vendría, sopla con furia,
que suene como sirena de barco roto,
como lamento,
como un relincho en medio de la espuma y la sangre,
como un agua feroz mordiéndose y sonando.
En la estación marina
su caracol de sombra circula como un grito,
los pájaros del mar lo desestiman y huyen,
sus listas de sonido, sus lúgubres barrotes
se levantan a orillas del océano solo.
Pablo Neruda
1904-1973
14 de octubre de 2008
24 de septiembre de 2008
un generador de sueños
La Calle Victoria
La vieja, o tal vez habría que decir la anciana, tenía un aspecto digno y algo mamarracho, sombrerito tipo budinera, florcitas en el sombrero, y voz de abuela a quien se le perdió el tejido. Con esa voz le preguntó a Villari por la calle Victoria. En realidad, dice que pensó Villari, no era una vieja ni mucho menos una anciana; era una viejita.
-Perdón -dijo ausente Villari-. La calle qué.
Desde que había salido de su departamento del Once, Villari andaba distraído, aunque ésa tampoco era la palabra; lo que tenía esa noche era un humor de perros. Era carnaval. Había en Buenos Aires una de esas neblinas nocturnas que parecen estar hechas de espuma de jabón y monóxido de carbono. Un rato antes había estado mirando en la plaza el mausoleo horrendo de Rivadavia y había sentido que Buenos Aires es una ciudad imposible. Me describió a unas lamentables mascaritas que se arrastraban por la recova. Me dijo que pensó en Ezequiel Martínez Estrada. Villari no tenía ningún pudor en confesar que miraba la realidad a través de sus lecturas. Cómo puede ser, me dijo, cómo puede ser que el Viejo haya escrito esa estupidez espantosa sobre el mausoleo. Yo reconocí que ignoraba ese texto erróneo y me resigné a que me lo recitara; demasiadas veces había comprobado que la memoria de Villari es prodigiosa y textual.
La conversación derivó entonces hacia cauces más normales, lo que también es una manera de decir, ya que difícilmente se le puede llamar normal a lo que vino después.
-Victoria -repitió la abuela-. La calle Victoria.
-Como sabrás -me dijo Villari-, la calle Victoria no existe. Se llamaba Victoria, o de la Victoria, creo que a causa de las Invasiones Inglesas. Hoy se llama Hipólito Yrigoyen. Debe hacer cien años que se llama así.Yo le dije que en efecto lo sabía, pero no le aclaré que su idea del pasado remoto no coincide con mi experiencia.
Villari me tutea pero tiene veinticinco años menos que yo. Yo nací en la década del treinta. Guardo un vago recuerdo de que, en mi infancia, había un cinematógrafo al que me llevaba mi tía, y que ese lugar inolvidable y casi sagrado quedaba precisamente en una calle arbolada que todavía se llamaba Victoria. No sería nada raro que en esa salita yo haya visto Ciudad de conquista o Gunga-Din. Claro que la generación de Villari es muy posterior a estas perfecciones de la melancolía. Ellos nacieron con el tecnicolor y la pantalla panorámica, y cuando terminaron de crecer ya ni siquiera quedaban salas de cine en los barrios de Buenos Aires. Cuando tengan mi edad apenas si va a existir lo que yo llamo Buenos Aires.
-Y cuál era el problema, Villari -le pregunté-. Probablemente la viejita era centenaria y un poco arteriosclerótica. Los viejos recuerdan el pasado pero suelen olvidar si comieron hace diez minutos. O a lo mejor era una disfrazada y te estaba tomando el pelo. -No era ninguna disfrazada -dijo con repentina seriedad Villari-. Tampoco me estaba tomando el pelo.
En resumen, que Villari tenía una historia para mí. Me gustan mucho las historias de este muchacho. Nunca pasa nada en ellas pero las cuenta con detalles realistas y sus acotaciones son bastante buenas. Ha leído en inglés a los escritores norteamericanos y trabaja en un diario. Eso fomenta, me parece a mí, su tendencia a suponer que cualquier cosa es interesante por el mero hecho de que haya sucedido.
De modo que lo invité a tomar un café en Las Violetas y le dije que me contara.
La historia no era una típica historia de Villari, y esto, creo, era lo que lo desconcertaba a él mismo mientras la refería. Era una historia rara, imprecisa, que abundaba en vaguedades y rodeos. Volvió a insistir con las máscaras, con la neblina. Tenía, me dijo y se corrigió, había tenido durante toda la noche, desde el instante mismo en que salió de su departamento, la sensación de estar en otra parte. Por supuesto, sí, ahí se veían los quioscos del Once, las putas de quince años con sus cafishios de veinte -Villari no tiene una idea piadosa de la realidad, debo escribirlo-, ahí estaban los salones bailables de la recova, con sus chaqueños y sus coreanos y sus paraguayos, pero era como si estuvieran allí por compromiso, y eran muchos menos que de costumbre, se veían borrosos a causa de la neblina, como superpuestos a las mascaritas. El carnaval en Buenos Aires es una cosa horrible, de acuerdo, pero un carnaval con dominós, en la década del noventa, es para desorientar a cualquiera.
-¿Dominós?
-Y colombinas -dijo Villari-. Dominós y colombinas y hasta pierrots.
Ellos habían caminado una cuadra por Rivadavia, hasta Alberti, y doblaron hacia la derecha. En la esquina de Hipólito Yrigoyen Villari le dijo a la abuela que ahí tenía su calle. Ella lo miró con desconfianza, o tal vez con un vago temor, y le dijo que no le parecía que ésa fuera la calle Victoria. Él iba a contestarle que en realidad no lo era, que en realidad esa calle se llamaba Yrigoyen, pero, según me confesó, sintió dos cosas. Un poco de lástima y, al mismo tiempo, algo que se parecía bastante al desconcierto de la vieja. Le preguntó a qué altura iba y ella se lo dijo. Eso era dos o tres cuadras hacia el Sur, me informó Villari, y yo me sorprendí de la referencia astronómica. El Sur. Villari no había dicho dos o tres cuadras hacia Congreso o hacia el centro, sino hacia el Sur, como si las palabras de su narración fueran derivando hacia el anacronismo, hacia un Buenos Aires más antiguo, que era precisamente lo que él había sentido mientras caminaron esas dos o tres cuadras, aunque la palabra sentir, decía Villari, incapaz de sobreponerse a las precisiones literarias, fuera un poco excesiva. Porque no se trataba siquiera de un sentimiento, era una sensación, como la de estar deslizándose por la noche hacia un lugar querible y remoto, pero no remoto en el espacio, no lejano de se modo, y me miró.
-Como en los sueños -dije yo.
-No seas trivial -dijo Villari-. Los sueños no tienen nada que hacer acá. Tu generación sueña. Ustedes se pasaron la vida soñando, y así les fue, en la vida y en los libros. Yo no sueño nunca. Eso no era un sueño. La viejita estaba ahí, a mi lado, de carne y hueso, con su sombrerito florido. Me llevaba del brazo y hablaba no recuerdo de qué, pero sé que me hablaba y que parecía irse poniendo contenta a medida que nos acercábamos a la casa de los balcones.
-La casa tenía balcones -dije yo.
-Tres balcones. Tres balcones en el primer piso.
-Una casa de altos -dije yo-
Exacto -dijo Villari.
-Una casa de altos con tres balcones que daban sobre la calle Victoria -dije yo.
Villari no pareció notar mi ironía. Dijo que sí, como si no advirtiera que la expresión casa de altos era una antigüedad, un giro que él, a sus años, ni siquiera habría debido comprender del todo; como si no advirtiera que yo acababa de instalar definitivamente, en su historia, una calle empedrada y arbolada, calle en la que Villari pudo ver brillar esa noche, de no ser por la niebla, los rieles de tranvías que han dejado de traquetear por Buenos Aires desde antes que él naciera. Lo alenté a hablar mientras pensaba que el muchacho no tenía un idea muy clara de lo que verdaderamente me estaba contando. Imaginé, por mi cuenta, los sonidos lejanos de unas matracas, las risas y la bulla apagada de un corso, y creo que me distraje demasiado en unas vagas especulaciones sobre el romanticismo incurable de estos chicos, tan realistas, a la hora de extraviarse en ciertos atajos del tiempo y caer en el desacreditado mundo de los milagros. Cuando regresé de mí mismo, Villari ya estaba en uno de los balcones conversando con un chica disfrazada de dama antigua que no podía tener más de veinte años. Detrás de ellos había un gran salón donde señoras mayores y caballeros de mostacho hablaban, supongo, del asesinato de Wilkes o del suicido de Lisandro de la Torre. Esto, naturalmente, no me lo contó Villari, esto es un aporte personal. Para Villari aquello era una anómala fiesta de disfraz, en una noche anómala, en una casa de Buenos Aires donde había una chica de ojos verdes peinada con bandós, una chica que parecía ocuparlo todo.
-No es que fuera hermosa -me dijo con vehemencia Villari-. Era mucho más que eso.
-Creo que te entiendo -le dije-. Era algo así como la mujer que anduviste buscando siempre. Suele pasar unas diez o doce veces en la vida.
-Te habrá pasado a vos, que tenés como cien años y sos un cínico. Pero a mí es la primera vez que me pasó. Y querés que te diga una cosa, sé que fue también la última. Esa chica era mi chica.
-Por favor, Villari, no me arruines la historia. Hablá en argentino. Parecés una mala traducción de una canción norteamericana.
-Qué querés que diga, que esa mujer me estaba destinada, que la vi y sentí que la conocía desde antes de mi nacimiento, que nadie puede entender la locura esa del andrógino de Platón hasta que se encuentra frente a su propia mitad en un balcón de la calle Hipólito Yrigoyen...
-Mejor no. Contalo como quieras. Pero te recuerdo que la calle se llamaba Victoria. En tu historia la calle Hipólito Yrigoyen no existe.
-Ya sé que no existe, o te pensás que soy tan idiota. Por supuesto que ahora lo sé, pero en ese momento no lo sabía. Y vos que sos tan inteligente tampoco lo hubieras sabido. Yo estaba con ella en ese balcón como estoy con vos en esta mesa, su mano era más real que esta mesa de mierda.
-Muy linda comparación, Villari.
-Es que vos me irritás. Vos no crees una sola palabra de lo que yo te digo.
-No seas infantil. Me estás contando este disparate precisamente porque sabés que soy el único adulto en Buenos Aires que puede creer una cosa así, y tan mal contada. Describime todo.
-¿Qué?
-Que me describas todo.
-Todo qué.
-Todo lo que viste, todo lo que pasó. Describime los trajes, lo que veías allá abajo en la calle. Cómo llegaste a ese balcón con tu dama antigua, si tenía un lunar pintando en la mejilla, dónde quedó la viejita. Todo.Le dije estas cosas porque Villari me estaba contando su historia muy mal, sin sus acostumbrados detalles y sin acotaciones sorpresivas, rasgos que le daban a sus anécdotas una vivacidad que ésta, con ser bastante buena, no tenía. Villari, sin compasión, ya me había revelado casi todo lo que debió dejar para el final. Pero él parecía preocupado por otra cosa.
-Tenía un lunar -dijo Villari-. Cómo sabés.
-No te asustes -le dije-. Por desgracia, yo no vi nunca a tu chica. Lo que quería averiguar es si estaba disfrazada de Dama Antigua o de Madame Pompadour.
-Vos sos medio loco -dijo Villari-. Cómo llegué a ese balcón ya te lo conté. Subimos la escalera con la abuela y yo estaba en un salón.
-O sea que la abuela te invitó a subir.
-Por supuesto. Cuando entramos en el recibo me miró por primera vez a plena luz y pareció asombrada. Dijo que yo le recordaba a alguien, entonces fue cuando me invitó a subir. Lo raro es que yo acepté. Era como si me mandara una fuerza desconocida. Claro que todavía no me daba cuenta de lo que pasaba.
-Y qué era lo que pasaba.
-No me tomes examen -dijo Villari-. En ese momento no me daba cuenta pero ahora lo sé perfectamente. -Hizo un pausa; lo que iba a agregar de inmediato lo hacía sentir avergonzado e incómodo.
-De acuerdo -dijo con una mirada que solo puedo describir como desafiante. De acuerdo. Yo estaba en otra parte, en otro tiempo. Me había deslizado como por una grieta a un Buenos Aires de cincuenta o sesenta años atrás. Como en los dos Buenos Aires era carnaval, yo no podía notarlo. Ella estaba disfrazada, me refiero a la chica. Tal vez iba a una fiesta o ese mismo salón era la fiesta, porque allá en el fondo me pareció ver una especie de mosquetero y una gorda con alitas. Ella estaba disfrazada pero las señoras mayores y los bigotudos, no. Ellos sencillamente vestían así. Nadie se preocupó por mí cuando entré. Seguramente pensaron, si es que yo existía para ellos, que yo también estaba disfrazado.
-No te quepa la menor duda, Villari. Yo vivo con vos en la misma secuencia del tiempo y también suelo pensarlo, no te enojes.
Villari no se enojó. Creo que ni siquiera me había oído. Se había dejado ganar otra vez por la historia y continuó hablando de la chica, de sus ojos, de su pelo peinado en bandós.
No seguí escuchando con atención porque era innecesario. Mal contada o no, lo cierto es que la historia ya estaba contada. Mientras me hablaba, Villari pronunció la palabra burbuja o esfera, y quería decir que el tiempo que pasó con su dama antigua en ese balcón había sucedido como dentro de una burbuja que los apartaba de los demás, un no-lugar donde el tiempo (la vida, dijo Villari) transcurría en otra dirección y donde, de alguna manera, todo estaba permitido. Su cuerpo inició el movimiento de acercarse a ella, o fue el cuerpo de ella el que lo inició. El caso es que se besaron, de un modo, a juzgar por las palabras de Villari, en el que participaban en igual medida el asombro y la desesperación.
-Todo esto al minuto de haberse conocido -dije yo por decir algo-. Todo esto a la vista y paciencia de los habitantes de la casa.
-La palabra minuto, en esa casa, no significaba nada -dijo Villari-. Y los demás estaban... -
Fuera de la burbuja.
-Exacto -dijo Villari-. Pero los de la calle no.
Le pregunté qué quería decir con eso y él, como si sólo ahora lo recordaba, o tal vez ya estaba haciendo literatura, dijo que hubo un momento, durante el beso, en que un grupo de mascaritas o una murga los aplaudió desde la vereda.
-Lo que rompió bruscamente el encanto -dije yo.
-Qué va a romper el encanto -dijo Villari-. Pobre de vos. ¿Te aplaudieron alguna vez mientras besabas a un chica?
Confesé que no. En mi juventud la gente elegía lugares más clandestinos para demostrar sus sentimientos. Zaguanes, plazas nocturnas, portones. También, de ser posible, elegía chicas reales. Esto último lo dije mientras llamaba al mozo, esperando las palabras y la reacción violenta de Villari. Sólo adiviné las palabras:
-Ella era real -dijo a media voz-. Ella era lo único real que me sucedió en mi vida.
-¿Y después?
-Después nada. Después fue como una película que se corta. Una película mal empalmada. Yo estaba otra vez al pie de la escalera y salí a la calle. Doblé por Pichincha hacia Rivadavia. No hace falta que me lo preguntes: no había colombinas ni pierrots. Casi ni había carnaval. Buenos Aires era la misma porquería de siempre.
Llegó el mozo y pagué.
Cuando salíamos de Las Violetas le pregunté a Villari como al pasar si, mientras él estuvo en ese balcón, había vuelto a ver a la abuela en algún lugar de la casa. Villari no dio muestras de entender mi pregunta. No se daba cuenta de que la viejita y la chica del balcón no pudieron estar juntas en ningún momento. Casi le digo que él no se había encontrado con su chica una sola vez en la vida, sino dos veces, y las dos veces en la misma noche. Que ella y la viejita eran, por decirlo así, la misma dama antigua y, lo que es peor, que acaso su dama antigua todavía andaba por Buenos Aires, vaya a saber dónde pero en el mismo Buenos Aires de Villari, sólo que octogenaria y ataviada con un sombrerito tipo budinera. Qué sé yo si la vi, dijo finalmente Villari, y agregó si a mi me parecía que, en ese balcón, él estaba en condiciones de pensar en viejitas.
Miró el reloj, me dio la mano y casi gritó que se le hacía tarde para el cierre del diario. Corrió detrás de un taxi y cuando abría la puerta del automóvil volvió la cabeza. Me preguntó por qué le había preguntado eso. Yo le contesté que por nada en especial, qué iba a decirle.
Abelardo Castillo
San Pedro,Buenos Aires
27 de Marzo de 1935
3 de septiembre de 2008
La desbordada
Hanni Ossott
Caracas - Venezuela
14 de febrero de 1946
31 de diciembre de 2002
Del país de la pena
" Quién soy?. .. "¿La luz que ilumina esta verja, esta tierra?"
¿Soy los árboles y las plantas? ¿Acaso el mar?
Soy colinas, riberas, agua bañada de luz
Soy un cuerpo cansado de tanta errancia
un cuerpo y un alma cansados del miedo
Soy el temor.
Desde lo profundo y oscuro escucho y tiemblo
Oigo lo profundo, lo oscuro, lo difícil
las contradicciones, todos los polos opuestos
las negruras, las blancuras, los intercambios
como si lo blanco reuniera a lo negro
como si lo negro reuniera a lo blanco.
¿Quién soy?
Primero una pena, luego el soportar.
Veo barcos, barcos múltiples que tocan mi orilla
Veo una casa destrozada por el dolor, demasiado cercana.
Los barcos relucen en la noche
veo sus banderas
ellos son el arribo, la llegada
mas no la cura de la más antigua herida.
Veo barcos enfermos, antiguos, dolientes
y adentro muletas, invalidez, desazón.
¿Quién soy?
El sol me quema, incendia mi piel, ilumina mis ojos
Me vuelvo ardiente, soy ardiente respondo con amor a la canícula.
Yo te he buscado para saber quién soy, y yo no
sé quién soy
La hojarasca me ha arrastrado
Quizás para salvarme
Mi cuerpo está cubierto por una alfombra vegetal
la pelusa de las hojas me acaricia
me he hundido en lo verde
duermo, duermo, duermo
para que todo pase, para que todo termine de pasar.
Soy ahora el pájaro que enterré en el jardín
duermo bajo la tierra para que todo pase
quiero obviar el dolor y el horror. Olvido, olvido. . .
Pienso, ya no es tiempo de la resaca
cada ola me dicta una continuidad
nos la dicta
mi continuidad es una estación sutil, imperceptible
a los apresurados.
Tú llegaste del país de la pena. ¿Adónde, adónde?
El mar se abre en mí, vasto para lavarme,
regarme
poco a poco voy hacia él con respeto.
Y lejos veo los barcos
barcos cargados de llanto, de indignación contenida
barcos magdalenas.
"¿Escribiste el poema, lo lograste hacer bien? Te pregunto."
¿Quién soy? Te fui a buscar
Pero fue en Venecia donde te vi
Allí estaban tus cosas manteles, bisutería, un granate, topacios
Venecia: reposo para la melancolía.
Padezco
¿Quién soy yo?
Quiero ir a la playa, quiero ver el mar
quiero ver la tierra estremecida por el amor del mar
adoraré la belleza, los esplendores
La ciudad me obliga a trabajar
y yo mientras tanto suspiro
suspiro.
Después de tanto dolor creo que las cosas se acomodarán
un remiendo por aquí, otro por allá
estoy extenuada
tres años y medio de edad son suficientes
para entenderlo todo
vida, muerte, abandonos, distancias.
No soy hija de la guerra, suspiro...
soy nieta
Este pasado me lo voy a tomar lentamente, con demoras
(mi marido es humorista y ríe, ríe de mí y tiene razón)
También mi padre decía: "Hay que reírse"
pero no pudo reír, de tanta pena.
¿Quién soy? Creo que soy una trinitaria encendida
una trinitaria fucsia
colgando sobre el muro.
He colocado mi florecer sobre el muro
para que sea más hermoso
para que se suavice
quizás quiero ocultar u olvidarme
de esa piedra tan áspera. El muro.
El muro de Berlín.
No quiero el horror sino la tolerancia
la casa, amigos, libros,
el granate de amor, los hermanos.
Quiero que en mí se resuelva el mar, la hojarasca.
¿Dónde estás? ¿Dime, quién soy yo?
Los árboles están silentes, no hay grillos
sólo lo metálico suena
máquinas y dinero se dejan sentir
oigo carros y al fondo una huelga
¡nada pasa aquí!
pero las luces están encendidas
y el corazón arde.
Soy testigo de esto. Y de lo otro
Soy testigo.
No importa. Allí está la flor del apamate
Tú dijiste que era la flor del apamate.
He visto la flor del cerezo
era bellísima.
Doctor, era bellísima. Ah, tanto agobio, a veces carezco de fuerzas.
Todo lo que tenemos que cuidar: nosotros, la tierra, el alma
supongamos que la poesía también
y los niños, el niño en nosotros
la cocina, la lucidez en la cocina
la lista es demasiado larga
y es demasiado para nosotras
¿podrán los hombres ayudarnos?
¿oírnos?
demasiado peso; sí, demasiado peso demasiado
agobio.
Venecia, Venezuela
Suspiro, tiemblo, ardo
Mi marido trabaja y es de noche. Las gatas chillan.
Oigo el mar, la caracola me informa
No todo es resolución, pero algo debe resolverse
algo así como una paga
¿pero qué?, no sé...
¿Qué soy? Escucho algo en mí, una voz, quizás
algo que quiere salir
algo claro
que ahora no entiendo, que rumorea.
¿Soy de la Edad Media?
atrás están mis muertos
atrás y cerca
ellos, los dolientes
los que no entendieron el absurdo
su propio absurdo
los que no pudieron verse aún
ellos, los adolescentes
los que padecían, adolecían.
Una vez dije: El mar en mí no deja dormir
Ahora lo sé,
sé qué significa la vigilia
estoy atenta
llevo algas apegadas a mi cuerpo.
¿Quién soy? ¿Una ruta? ¿Un camino?
¿Una carretera entre ciudad y ciudad?
¿Seré un intermedio, un lapso?
No la conciliación, no. Sino algo más
Veamos, debo clarificarme, o quizás no.
Veo una línea de palmas, una neblina
Allí hay dos y tres
un hombre, una mujer
dos hombres lejos,
niños
Sé lo que ello significa
arenisca, polvo visto entre la luz
puntos que atajo
Mi corazón arde, latido a latido
no hay fragua
estoy en calma.
La casa está aquí, aquí los fuegos y las aguas
aquí el lar
Pero tú, tú sufriste tanto, para todo esto
Ah... mi pasión. Ah... mis perdones
Claridad, luz divina, ven a mí.
El sol arde y quema, se consagra frente a mi otoño
El sol me habla, contra el otoño, contra la ruina
pero también soy el otoño.
Ah fruta veloz pronta a la tristeza
todo lo bello en ti, pelusa de durazno
se regala para ser higo
como si fuese un intercambio
entre lo difícil y lo fresco.
Mi ámbito, ¡cuánta claridad!
Oh tierra, cuánto debo hacer para comprenderte
cuán minuciosa debo ser.
Ahora vivo en el detalle, en fragmentos, en trazos
sobre la línea de un rostro.
¿Quién soy?
No tengo cara, seguro, es seguro, no tengo cara
mis ojos vuelan más allá
mis pómulos son contundentes
mi cabello revolotea o se hace dócil
la luz lo abrillanta, lo achica
fuegos en mí arden
Y ahora quiero algo parecido a la paz
algo así como lo regular
tiemblo encendida de tanta pasión
(Mi marido está durmiendo..., al fin; así no me oye
mi marido sabe cuando pienso, cuando siento,
la resonancia de mí le llega y es fuerte).
Estoy en mi cuarto, en mi "cuarto propio"
Allí está la ardilla alemana
las muñecas: la inglesa, la merideña
la venezolana, la italiana
allí está el pájaro primitivo
la talla
allí la foto del balcón hacia ningún lugar
Grecia, Alemania, Venezuela, Londres, Venecia, Egipto.
Los cuidos.
Es demasiado. Suficiente. Suficiente.
Carezco de fuerzas
He dejado el poema, la palabra
He hablado demasiado.
Ya casi no hay culpas
sólo la sombra desfalleciente de lo que somos
amparo
queremos amparo
los buques con sus luces
las banderas
los cañones, las balas, las invisibles balas
ya no entran en mí
oigo sólo la voz de los grillos
la voz de la tierra
la voz de la naturaleza
queda, casi mugiente
como una imploración
¿quién oye?
¿quién está allí?
¿quién habla?
Toco a
las puertas
No es el de adentro quien pregunta
Es el de afuera
el demolido
el cansado
el exhausto
Y mi voz se alarga, se extiende
¿Quién está allí?
El rayo de luz se ha acortado
debo dormir, es de noche
los ángeles nos cubrirán
como a una pareja de amor
en cuido
Mi alma sola late y veo los reflejos
hay allí un cuaderno, hay allí un lápiz
un molinillo de café
y está la firma de Steinberg, a quien no conozco
El grillo salta y salta -lleva la libertad en sí
Acciono, acciono y no comprendo
trato de comprender, lentamente
mi niñez y mi vejez lo impiden
tengo cuarenta años.
Dios, ¿qué significo. .. ¿quién soy?
Hay un alba, sí
y una medianoche
hay un cuerpo que ondula
hay mujeres con un pañuelo amarrado a la cabeza
y eso significa algo, un luto quizás
pañuelos negros para sujetar la desesperación
creo que todo tiene significado
sé de todo lo que significa
¿Quién soy? ¿Tengo yo un significado?
¿Soy una palabra, un viento, una planta?
Mi corazón arde. Lloro, ardo...
Ahí voy, como a la sombra de destinos
La pluma de mi pluma está ardiente
revoloteando, siguiendo la brisa
Mar, en ti confío para que des a los otros su límite
como a la playa
Estoy absorta ante ti, casi espantada
todos mis riesgos se retraen
Cuido. Cuido. Cuido. Habrá que ir con cuido.
¿Qué más? Las estrellas están allí. Silentes.
Y hay obra. Corazón.
Si todo esto ha sido malo... ¿entonces?
Entonces no habrá corrección.
¿Quién soy? ¿El milagro de un error?
La ventana se abre
La culpa se ventila
El sol irradia
En la costa yace un marinero
la mujer llora
desconsuelo, desconsuelo, desconsuelo
No hay punto final para esta guerra
esta guerra horrible
esta destrucción
mi alma ha sido partida en dos
piedad por mis ángeles
Santa Cruz
He llorado. La tierra me sublima. Los vegetales
La carne
El hombre me sublima
y estoy por él más allá de él
entre cacharros y suspiros
Por ello lavo la casa
Y este grito solitario... ¿qué será?
Suficiente.
Es la luz de la Luna lo que hoy me ilumina. "
12 de agosto de 2008
de El libro del fantasma
La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.
Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran di-versos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.
Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran di-versos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.
Espejos I
ALEJANDRO DOLINA
Baigorrita - Pdo.de Gral.Viamonte - Pcia. de Bs.As.
Argentina
20 de Mayo de (él no lo dice y yo no lo pregunto)
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